1. Arturo González González, sj
El llamado se dio de forma imprevista. Un día asistí a un retiro de la parroquia de mi ciudad, en donde se nos mostró lo que era un misionero, y surgió dentro de mí un deseo profundo de querer entregar mi vida al modo de Jesús. Pero, por diversas circunstancias familiares, eclesiales y personales, no pude entrar al seminario de la diócesis de Coatzacoalcos. Entonces me conformé con ir dos veces al año a comunidades indígenas del sur de Veracruz, en donde el Señor se encargaba de tocarme el corazón y de seguir invitándome a seguirlo.
En esta dinámica de invitaciones de Jesús, por un lado, y de resistencias y miedos personales, por otro, pasaron diez años, pero cuando parecía que iba logrando lo que profesional y personalmente quería, brotaban sentimientos de no estar del todo a gusto con lo que hacía y conseguía. Entonces decidí hacerle caso a las invitaciones de Dios y tomé la decisión de buscar una congregación apostólica en donde dedicar un año al trabajo de tiempo completo con la gente pobre. Tenía claro que si no vivía esta experiencia, jamás sabría si realmente es lo que quería Dios en lo más profundo de mi ser.
Ese año me integré al equipo del Cereal (Centro de Reflexión y Acción Laboral) en la Ciudad de México, en donde pude gustar hondamente las invitaciones de Dios y probar un modo de vida que quería y deseaba desde hacía mucho tiempo. Mis obligaciones y roles familiares, junto con mis propios temores y fantasmas, me habían frenado para tomar una decisión. En el contexto de esa experiencia cercana a las luchas de los trabajadores acepté el llamado del Señor para ser sacerdote jesuita.
2. Miguel Horacio Quintanilla Magallanes, sj
La vocación al presbiterado ha sido para mí un regalo de la etapa de formación en teología. El plan que tenía era seguir el camino del hermano jesuita, vocación que quiero y admiro muchísimo, sin embargo, el Señor fue haciendo un trabajo que realmente no me esperaba. Con mano de jardinero experto, fue removiendo la tierra de mi vida a través de la reflexión académico-espiritual en los estudios, pláticas con amigos, el acompañamiento pastoral a personas y diversos grupos de la rectoría de la Resurrección en la Ciudad de México. No quiero olvidar que mi vocación al presbiterado la he recibido gratuitamente y sin mediar méritos o capacidades personales. Este tesoro, como el de la fe "lo llevamos en vasijas de barro, para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros" [2 Cor 4,7].
Sin saber exactamente cómo, poco a poco, en mi corazón se fueron despertando deseos y bríos apostólicos íntimamente relacionados con el ministerio ordenado. En las horas dedicadas al estudio, notaba que se producía una vibración muy especial -así como una cuerda de guitarra después de sonar un acorde- al contemplar al pueblo de Israel recuperando su historia.
Una historia que incluía crisis de maduración en su fe, decisiones, vacilaciones, certezas, claroscuros, miedos, inseguridades, confusiones, infidelidades, faltas de confianza, idolatría, pecado, arrepentimiento, conversión, escucha, liberaciones, sentir el acompañamiento de Dios...
Israel no necesitaba buscar fuera de su historia para encontrarse con Dios, para comprenderla como una historia de salvación. Sólo necesitaba zambullirse más profundamente y aprender a experimentar una presencia que sostenía su existencia. Israel fue invitado a aprender a discernir, a poner cerca el corazón y dejar que vibrara con la ternura de Dios, una ternura que rompía todos los esquemas. Aprendió a leer su propia historia en clave de elección, bendición, éxodo, alianza y promesa. Lo que fui comprendiendo de aquella historia, afectó la mía. Hoy veo esto como una proyección de lo que he vivido en íntima relación con mi vocación a la vida, a la comunidad cristiana y, más concretamente, al ministerio presbiteral.
Al acompañar un responso funerario, celebrar la Palabra los domingos, bautizar o presentar niños, asistir a las reuniones de Comunidades Eclesiales de Base, escuchar diversas personas y compartir diversos momentos, comencé a notar algo nuevo. Palabras como "reaviva lo que está a punto de morir .... Recuerda cómo escuchaste y recibiste la palabra, consérvala..." [Ap 3, 2-3] o bien: "renueva el don que recibiste ... porque el Espíritu de Dios no es un espíritu de temor sino de fortaleza, de amor y de buen juicio" 2 Tim 1, 6ª.7], me dejaban muy pensativo. Cada noche, al asomarme a mi corazón, descubría una invitación insistente: se trataba de deseos tan profundos que no me pertenecían; pedían de mí una libre decisión enraizada fundamentalmente en el amor. Estos deseos giraban en torno a uno mayor: conocer más internamente a la persona de Jesús.
Asi resurgió en mí el deseo de ser partícipe de su único sacerdocio en el modo presbiteral. Hoy, al recibir el sacramento del Orden, la Fórmula del Instituto (la expresión más esquemática de la esencia de la Compañía de Jesús), tan antigua y tan nueva, tiene una novedosa vibración en mi corazón. Quiero colaborar en aquellos trabajos donde sea explícita la *.defensa y propagación de la fe y en el provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana ... por medio de las públicas predicaciones, lecciones y cualquier otro ministerio de la Palabra de Dios, de los ejercicios espirituales, la doctrina cristiana de los niños y gente ruda, y el consuelo espiritual de los fieles, oyendo sus confesiones y administrándoles los otros sacramentos...la pacificación de los desavenidos, el socorro de los presos en las cárceles y de los enfermos en los hospitales, y el ejercicio de las demás obras de misericordia.
[Const. 1].
Quiero experimentar la alegría de ver un corazón libre de culpabilidad paralizante y experimentándose pecador y, sin embargo, llamado. Quiero acompañar a las personas a descubrir aquello a lo que Dios las invita en la tarea de sumar su esfuerzo a la misión de Cristo.
Mientras viva, deseo poner delante de mis ojos ante todo a Dios y luego el modo de ser presbítero en la Compañía, que es mi camino para ir a Él. Una misión que sigo creyendo, con certeza profunda, me seguirá siendo comunicada y confirmada a través de la mediación de la obediencia apostólica propia de nuestra orden. Entonces deseé y pedí con gran devoción y un sentimiento nuevo, que me fuese concedido, finalmente, "ser servidor y ministro del Cristo que consuela, socorre, libera, cura, salva, enriquece y fortalece" (Diario espiritual de Pedro Fabro].
3. Eduardo Silva Uribe, sj
Cuando estudiaba en el ITESO (la universidad jesuita en la ciudad de Guadalajara) asistí a unos ejercicios espirituales para universitarios. Entonces descubrí que había otras formas de ser sacerdote, me atrajo la manera de ejercer el sacerdocio en la Compañía de Jesús, así que solicité ingresar al prenoviciado para conocerlo más acerca. Me aceptaron y me destinaron a la parroquia de Plátano y Cacao, en Tabasco; por las mañanas colaboraba en el Comité de Derechos Humanos de Tabasco (CODEHUTAB) y en las tardes en trabajo pastoral en la parroquia. Éste fue el comienzo de un acercamiento a los más pobres de aquella región.
El llamado a ser sacerdote lo sentí con la gente pobre y sencilla, a la que he acompañado a lo largo de mi formación en la Compañía de Jesús, en especial con diferentes grupos indígenas con los que he compartido la vida como los purépechas, mixtecos, huicholes, tseltales y rarámuris.
En los ejercicios espirituales de cada año, el discernimiento y la oración constante con Nuestro Señor Jesucristo se ha ido confirmando la vocación al sacerdocio y me he sentido amado y enviado a colaborar en la construcción del Reino de Dios desde el acompañamiento a los más pobres. Han confirmado mi discernimiento las comunidades tanto apostólicas, en las que he colaborado y como las jesuíticas, en las que he vivido.
Siento una gran paz, ánimo y liberalidad con mi vocación sacerdotal. Sé que el Señor Jesús y la Santísima Virgen María de Guadalupe me ayudarán con la responsabilidad que implica este llamado y con la confianza de perseverar en esta vocación a la que me siento invitado. Agradezco de todo corazón a Dios Nuestro Señor por haber puesto en mi vida a todas las personas que han contribuido a que mi vocación se haya consolidado: le agradezco por tanto bien recibido a través de todas ellas.
4. Conrado Bonifacio Zepeda Miramontes, sj
Estoy listo para dar otro paso importante en mi vida. Escribo estas líneas en Bachajón, junto con mis hermanos y hermanas indígenas tseltales. Aquí vuelven a fluir en mi corazón las primeras motivaciones para hacerme jesuita en estos tiempos difíciles para la Iglesia y para México.
Aquella motivación primera nació entre las comunidades mixes de Oaxaca, en la sierra alta donde está el Tzempoaltépetl, cerro sagrado de veinte picos, donde hace años me encontraba viviendo en la comunidad de Cotzocón población a la que se podía llegar, desde la ciudad de Oaxaca, luego de nueve horas en camión y más de cinco a pie. En una noche de lluvia me topé con el agonizante Juan y con la súplica desesperada de su esposa para que hiciéramos oración por su salud. Juan necesitaba de la oración pero también de un médico que, por desgracia, no había en el pueblo. Inmediatamente lo sacamos de su casa cargándolo en medio de la noche y de la lluvia; nuestro esfuerzo resultó vano: Juan murió. La lluvia del cielo -confundida con mi propio llanto- fue limpiando mi corazón para que pudiera recibir algo nuevo, algo que estaba preparado para mí, esperándome desde hacía tiempo, en medio de la convicción de buscar que esa situación no se repitiera más. Dios me había tocado en el fondo de mi corazón y hasta la fecha no me ha dejado en paz.
Decidí entonces pedir mi ingreso a la Compañía de Jesús porque en ella reconocía una búsqueda de Dios y su justicia compartida con otros hermanos. Llegaron los tiempos de inicio: el prenoviciado en 1993, cuando comenzaba la guerra en Chiapas, a donde fui enviado. De nuevo me encontré súbitamente en medio de otra situación límite y con la misma pregunta existencial aflorando en mi interior: ¿quieres entregar la vida a Dios por éstos y con éstos? Contestaba con mi razón y decía que no, que tenía mucho miedo a la guerra. Contestaba con el corazón y, aunque no entendía cómo podía suceder, dije sí y acepté quedarme y trabajar por la paz con justicia en medio de aquella situación de conflicto armado. Esta experiencia trajo respuestas inspiradoras y reveladoras para mi vida.
Y vinieron después otros momentos de vida entre los indígenas tseltales de la selva Lacandona, donde aprendí a gozar de su amistad y su trabajo arduo, organizativo, político, eclesial. Llegaron después a mi vida los tsotsiles de Chenalhó, entre ellos algunos sobrevivientes de la masacre de Acteal. Escuchar sus historias de temor esperanzado, me animó a no temer a la adversidad y ellos confirmaron en mí el deseo de permanecer: al lado de Cristo que sufre, que llora, que es discriminado, que es masacrado en su cuerpo indio... y que a pesar de todo vive, espera y celebra el don del Amor sin condiciones ni medida. Las posteriores experiencias con jóvenes drogadictos en Guadalajara, cuando fui escolar de filosofía, y luego en el mundo universitario de la Iberoamericana en la Ciudad de México, ratificaron este afán por vivir en las fronteras.
Viendo en retrospectiva mi vida, caigo en la cuenta de la presencia de Dios como pasión amorosa y desbordante hacia su creación, en especial hacia quienes son excluidos. Y descubro agradecido que mi vida ha estado marcada siempre por el deseo de ser testigo de ese Dios que es puente amoroso en experiencias límite como la injusticia, la diversidad cultural o de género, las fragmentadas identidades juveniles en el mundo de las drogas y en la universidad con sus afanes de conocimiento y cambio social. Todas estas motivaciones fueron conformando mi corazón, mi mente y todo mi ser para querer servir a Dios en la Compañía de Jesús y así llegar ahora, después de 13 años, al principio-final donde ratifico mi propósito de servir a estos hermanos y hermanas indígenas, a través del sacerdocio-diaconía y a tantos otros excluidos que son sacramento de Dios en mi vida.
Fuente: ¿Cómo sentí el llamado al sacerdocio? (2007, mayo). Jesuitas de México. Revista de la Compañía de Jesús. Toda una vida jesuita 2, 39.
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